No tenía ni idea de lo precioso que es el Hotel Santo Mauro. Al entrar, Javier Cámara contaba a Alberto Moreno, de GQ, cosas sobre Roma y Sorrentino y parecía que en ese salón de papel pintado no tenía sentido hablar de otra cosa. Hasta me avergoncé de sentir tanta envidia en un lugar tan bonito -pero Sorrentino, ¡trabajar con Sorrentino! ¡todos los días! ¡contarle cosas y compartir rutinas!-.
En la mesa, una bandeja complicada exhibía trufas como si estuvieran en Tiffany’s y Javier y Alberto coincidían en que echar una raja de limón en la cocacola es una costumbre de bárbaros. Me sentí bárbara pero esta vez sin vergüenza.
El actor describía el esfuerzo que le cuesta que ciertas cosas complejas salgan con soltura y, a medida que explicaba su pequeñez (porque tener que aprender las cosas es no saber hacerlas, y a ver quién lo admite), iba creciendo ante la cámara.
Contaba, después, que necesita algo asombroso cada día para sobrevivir. En un momento me pareció que podríamos ser muy amigos si nos hubiéramos cruzado de la forma adecuada. Pero saber eso, que las grietas propias son compartidas aunque sean desconocidos, es una buena experiencia para un día cualquiera. Y mientras, la luz empezó a hacer una cosa que no entiendo todavía, pero todas las superficies se volvieron amables y nuevas.
Antes de irme me cobré un par de trufas. Eran las mejores trufas que he probado jamás. Con los ojillos húmedos se lo confié a Alberto. “Yo conozco el secreto”, dijo con aire misterioso. Y me enseñó la cuenta del bar.
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Muy bueno 🙂